Presentación del VII ENAPOL: «El imperio de las imágenes»

sinatraHacia el VII ENAPOL: El imperio de las imágenes

Noche preparatoria – EOL Sección La Plata, 8 de Abril de 2015

 

Ernesto Sinatra (Comisión científica de ENAPOL)

 

¿Por qué “El imperio de las imágenes”? No basta con decir que las imágenes se han apoderado –con  sus múltiples gadgets– del espectáculo del mundo. Se trata ahora de verificar que nuestros conceptos siguen siendo aptos para leer, descifrar la estructura –el hueso– de la realidad que percibimos. Es decir, de procesar los modos por los que el Real psicoanalítico de la no-relación sexual sigue orientando las vertiginosas variaciones de los semblantes en el estado actual de la civilización.

Ya que, por ejemplo, hoy no podemos más sostener la identificación lisa y llana de las imágenes con el registro de lo  imaginario; o –menos aún– desvalorizar lo imaginario considerándolo como un registro ‘superado’ por lo simbólico, o incluso por lo real. El último tramo de la enseñanza del doctor Lacan volvió sobre la complejidad del registro de lo imaginario, retornando sobre su propia teorización, interpelándola.

Hoy es nuestro turno de continuar con esa orientación, haciéndonos cargo de mantener la validez de los conceptos en el siglo XXI para sostener una práctica que sea eficaz para dar tratamiento a los síntomas, las inhibiciones y las angustias promovidas en el estado actual de la civilización. El espectáculo del mundo nos muestra hasta qué punto el imperio de las imágenes tiene en él un papel protagónico, por lo que es a esas imágenes, a ese dominio que ellas transportan, que intentaremos cuestionar en nuestro VII Encuentro americano de la orientación lacaniana (ENAPOL).

Nos orientamos a partir de tres ejes: 1) el malestar de la civilización; 2) nuestros conceptos re-visitados; 3) ¿hacia una nueva clínica?

1. Monomanías el siglo XXI: el goce cleptómano y el goce del juicio

Me gusta recordar una frase de mi niñez: «hay que portarse bien, porque Dios castiga sin palo y sin rebenque»; frase caída en desuso pues ya no es el buen Dios el que nos amedrenta y vigila, Él ha sido reemplazado por los complejos sistemas ultra-tecnológicos que muestran la estructura omnivoyeur del mundo.

Vale mencionar, entre tantas novedades que muestran el imperio de las imágenes en la pos-modernidad, el debate actual sobre la privacidad en torno del Google street view, aplicación de Google que permite a cualquiera entrar en la vida cotidiana de uno mismo y de los otros –en la calle, en el barrio y hasta en la propia casa de cada uno… ¿Cuál es la frontera entre lo privado y lo público? ¿Qué hace de límite, de litoral entre Uno y Otro? Por lo pronto, la satisfacción insaciable de la mirada del mundo nos mira a unos y a otros con los cuasi infinitos gadgets que produce el mercado, colocándose siempre en la falla estructural que marca la imposibilidad de la relación sexual, la ausencia en los humanos de un goce complementario entre hombres y mujeres.

Es el goce de la mirada, la cara real, la substancia que encausa la versión actual de la globalización atravesada por el ¡todo a la vista!, impulsando múltiples formas de goce,  multi-formas de vivir la pulsión en el siglo XXI.

Creíamos saber hasta qué punto, la tendencia actual del mercado globalizado explota el goce de la mirada; pero el imperio de las imágenes que prima en el mundo omnivoyeur, nos conduce a caminos insospechados. Lo verificaremos a partir de un cuadro clínico ya caído en desuso: las monomanías.

El concepto de monomanía fue acuñado en 1814 por Jean Esquirol, a partir de la ‘manie sans delire’ de su maestro Philippe Pinel, para denotar una afección cerebral crónica caracterizada por la afección parcial de una de las capacidades mentales: el intelecto, el ánimo o la voluntad; cleptómanos, ninfómanas, ludópatas son algunas de sus categorías clínicas, las que llegan hasta hoy. El concepto fue aplicado luego al modo de ideación en ciertas paranoias focalizadas en una idea fija o una emoción prevalente; generalizado después a la preponderancia de una pasión que conduce a conductas irrefrenables. Al parecer las monomanías han sido un concepto clave en la reivindicación del reconocimiento social y profesional del médico-psiquiatra frente a otras especialidades médicas; y –muy especialmente– la monomanía como diagnóstico médico tuvo un lugar destacado en el enjuiciamiento de conductas delictivas, particularmente homicidios, permitiendo alivianar las complejas relaciones entre médicos y jurisconsultos. Al respecto, en 1832 un abogado y un médico españoles acuñaron el concepto de monomanía homicida, para dar cuenta de los crímenes inmotivados, esos que ‘escapan en cuanto a sus causas a la sagacidad de los hombres’. Describieron de él dos sub-especies: en la primera el asesino conserva sus facultades intelectuales, pero es arrastrado por un impulso interior irresistible; en la segunda el enajenado posee una locura considerable y evidente, a pesar de que su acción criminal obedece a una premeditación tan reflexiva como planificada.

En el estado actual de la civilización no sería difícil relacionar el concepto de monomanía así torsionado (por Peiro y Rodrigo: abogado y médico, respectivamente) con los –cada vez más frecuentes– asesinatos múltiples, perpetrados en lugares públicos causados ya sea por individuos que asemejan ser perfectamente normales (no solo sin motivaciones manifiestas de su accionar, sino asimismo sin antecedentes penales); o bien por aquellos otros, bien trastornados, los que planifican su acción pasional hasta el más mínimo detalle.

Pero no es esa vía la que emprenderemos para caracterizar, a partir de un suceso –en apariencia anodino– un rasgo del estado actual de la civilización: la prevalencia globalizada del goce de la mirada ofrece el marco a una pluralidad de goces –monomanías del siglo XXI–, entre los que hoy quisiera destacar el goce cleptómano y aquél que corresponde al avance incontrolable de la industria del juicio. Estos dos rasgos, en apariencia no tendrían nada que ver, sin embargo intentaremos demostrar que están perfectamente imbricados.

Soltemos ya la hipótesis: el desenganche entre el goce y la función del “decir-que-no” –consecuencia mayor de la caída pos-moderna del padre– se remienda con el empalme entre la judicialización generalizada y el empuje del mercado al –imposible– goce del “todo-para-ver”. Allí donde la tradicional función del padre declina, se incrementan los juicios ‘contra todo’; allí donde el “no debes gozar” de la civilización ha sido reemplazado por “¡hay que gozar! –ascenso del objeto a al cénit social, es decir, que el ideal ha sido tragado por el goce– los procesos de judicialización están a la orden del día, ocupando el lugar que tradicionalmente correspondía al padre.

Pero es aquí donde el ‘decir que no’ muestra su fundamento super-yoico, denunciando, a su vez, la raíz del asunto: si bien por un lado toda acción humana es capaz de producir goce, leemos ahora su envés: toda acción humana es capaz de ser penalizada por la carga de goce que transporta: lo que lleva a una suerte de –como lo diremos– ¿goce-del juicio?

Valga por caso el tole-tole que se armó en torno de uno de los más curiosos casos de cleptomanía: la batalla judicial por la autoría de unas selfies disparada por un simpático mono (monita, al parecer), luego de haberle arrebatado la cámara a un experimentado fotógrafo, mientras éste se preparaba para reflejar los hábitos de una comunidad de macacos a la que nuestra –ya afamada– cleptómana, pertenecía. El real problema comienza en el 2014 cuando David Slater –el ignoto fotógrafo que viajó a Indonesia tres años antes para convivir con macacos negros crestados– saltó a la fama por el acontecimiento al descubrir que Wikimedia (organización sin fines de lucro responsable de la enciclopedia Wikipedia, la que cuenta con una colección de más de 22 millones de imágenes, sonidos y videos de descarga libre y gratuita para sus miembros) había subido a su portal una de las fotos referidas, sin estar él enterado.

Lo que anunciaba ser una travesura pasa por ser, en primer lugar, un mimético acto cleptómano de un mono, para presentarse como una curiosa inversión especular – ¿impulso simio-vindicante? – artista/modelo y  –finalmente– un complicadísimo caso judicial que finalizó sentando jurisprudencia. Ya que ¿a quién considerar el propietario de los derechos de la foto?, ¿al fotógrafo, dueño del gadget?, ¿al mono, que disparó las selfies –el que no debe estar, ni siquiera, inscrito en el sistema tributario de su país?

La contabilización del goce, cuando es atrapada en el campo del derecho globalizado, amenazaba no distinguir entre sus usuarios, más acá de su condición ontológica: hombres o monos, daría lo mismo.

Finalmente, luego de un arduo debate judicial, el caso de “monomanía cleptómana” sentó jurisprudencia y sienta precedentes sobre los derechos de propiedad de las imágenes:

‹‹Durante dos años, Slater hizo reiterados pedidos a Wikimedia para que la organización quitara la imagen. ¿Su posición? Violan sus derechos de autor. Wikimedia rechazó el pedido y declaró en su primer informe de transparencia que la imagen no pertenecía a nadie. Ahora, la Oficina de Copyright de Estados Unidos les da la razón. La Oficina de Copyright de Estados Unidos publicó esta semana un borrador del Compendio de prácticas de copyright en el que establece que los trabajos «creados por la naturaleza, animales o plantas» o «supuestamente creados por seres sobrenaturales o divinos» no pueden estar sujetos a copyright. Es decir, son de dominio público. El documento, de 1212 páginas, crea un precedente y zanja –en Estados Unidos– el debate que se había abierto sobre la propiedad de la famosa autofoto del macaco negro crestado que dio la vuelta al mundo››. (1)

Pero, entonces, y desde esta sanción: ¿quién estaría afectado del goce cleptómano: nuestro macaco o el mismo Slater?

Llegados a este punto, podremos situar con mayor precisión los alcances actuales de las monomanías que se vienen; ya que –sea como fuere en este caso–, el goce cleptómano no cesa (tal vez ni cesará) de convocar al goce del juicio cada vez que se transite el litoral que el padre ha dejado vacante.

Por eso, el goce del juicio amenaza llevarse puesto algo más que los derechos de autor de un simpático macaco: por ejemplo, en la proliferación de juicios de abuso sexual en nombre de niños contra sus propios padres (más acá de su realización y/o fantasmatización), parecen invertir los lugares de quienes han encarnado tradicionalmente las funciones del ejercicio culpable del goce –por un lado– y la de su interdicción –por el otro.

De todos modos, a partir de ahora quizás ya no sean necesarios –como lo eran antes– los cuentos que narraban los padres a sus hijos para que durmieran, ya que hemos despertado abruptamente del sueño del padre. Quizás tampoco serán necesarias las variaciones del mito del padre (del padre omnividente de la horda primitiva hacia el goce cleptómano de Prometeo) para comprender que el padre ha declinado –en lo que era– su función de semblante; y que el goce escópico que ha estallado por doquier –también– vigila, a partir de las múltiples pantallas que demuestran hasta qué punto, siguiendo la profecía de Jacques Lacan en su Seminario de la excomunión, el mundo es omnivoyeur.

 

2. Las tribus urbanas: identificaciones líquidas con adicciones sólidas

“Siempre se puede explicar que la estructura del no-todo es abstracta y que, de hecho, en la realidad las cosas no funcionan así. Y es que esta máquina implica la constitución insistente  de micro-totalidades que, al ofrecer nichos, abrigos, cierto grado de sistematicidad, estabilidad, codificación, permiten restituir cierto dominio. Sin embargo, esto es a costa de una especialización extrema de los sujetos allí atrapados, que traduce la presencia de dicha máquina.  Así para restituir un dominio, es preciso elegir un campo muy restringido de significantes, un campo muy restringido de saber”. (2)

En esta cita Jacques-A. Miller sitúa, en términos de la lógica de la sexuación, una consecuencia en la híper-modernidad de la declinación del padre: la extracción de la excepción impide la formación del conjunto universal, por lo que las configuraciones sociales se estructuran en torno del No-Todo. Seguiremos estas indicaciones a partir del goce y de las identificaciones.

Allí donde el Padre-Uno ya no asegura al parlêtre en sólidas identificaciones que anuden su cuerpo al nombre, el empuje a lo efímero que propicia el mercado de consumo recoge una variedad de identificaciones prêt a porter. Y es en este punto, el de la increencia en el padre, donde volvemos a encontrar a nuestros toxicómanos; ellos han sido pioneros en avanzar por los senderos del No-Todo en el nombre del goce; ellos han hecho resonar en sus cuerpos los ecos de la pulsión de muerte intentando desalojar de allí las marcas de castración -adjudicadas al padre. Por eso, a fuerza de ser no-incautos, los drogadictos erraron su destino, ya que esas marcas que adjudicaron a la existencia –e insistencia– del padre, no eran sino el signo de la imposibilidad de la relación sexual que afecta a cada parlêtre.

Las drogas, en su empuje autoerótico, hacen cada vez más evidente la inexistencia de la relación sexual y la repetición infernal del consumo con la proliferación de nuevas substancias no hace sino incrementar esa inexistencia: a más drogas, menos relación…Se instala así una paradoja: en el agujero de la no relación se infiltra la substancia tóxica para hacerla existir: el flash parece lograrlo, pero eso dura solo un instante. Por eso la repetición se instala entre el goce evanescente del flash y el posterior sentimiento de vacío de la falta del tóxico: he ahí el fracaso de la droga pero –además– ¡su éxito!

Es en esta vía que podemos indicar la existencia de un nuevo tipo de identificaciones que acompañan en nuestra época el declive del nombre del padre. Ellas sustituyen la indeleble marca de la castración por marcas en el cuerpo a fuerza de drogas a la medida del consumo, por tatuajes y piercings diseminados en la superficie del cuerpo; lo que el nombre del padre no marcó con el lenguaje, retorna desde lalengua con drogas e insignias diseñadas por la industria que se adhieren al cuerpo evidenciando la faz de goce de toda identificación. Estas identificaciones líquidas son la contrapartida de las adicciones, sólidas; o –también– la solidez del goce que las adicciones condensan, no va sin la fragilidad simbólica de las identificaciones en el tiempo en el que las tecno-ciencias, oficiando para el mercado de consumo, reniega de lo perecedero. Las micro-totalidades son el refugio donde se producen esas identificaciones líquidas para velar lo real a su manera.

Las micro-totalidades encuentran en las tribus urbanas una modalidad paradigmática de su manifestación. Ellas, desde la coalescencia saber + goce, anudan a sus integrantes en torno de un rasgo diferencial de identificación; se nombra un goce, se lo aísla, se lo asocia con un saber bien delimitado, se inventa una clase a partir de destacar esa coalescencia goce/saber ¡y ya está!, se ha constituido una micro-totalidad: Skaters; Grunges; Góticos; Heavies; Hard Cores; Skin Heads; Emos; Raperos, Floggers…la lista no cierra, mostrando su inconsistencia estructural, No-Todo.

El elemento aglutinante de las tribus parece ser un goce éxtimo: exclusión del universo social con inclusión solidaria en la banda; marginación de las leyes del Otro con inserción fuertemente normativa en su micro-totalidad. Las substancias tóxicas suelen ser coadyuvantes del lazo asociativo, y en ocasiones advienen rasgos determinantes del accionar compartido.

Pero más acá de las identificaciones líquidas y el goce, adictivo, que aglutinen el lazo gregario de tribus urbanas, el goce de cada uno de sus integrantes sigue siendo singular.

 

 

Notas

(1) Diario La Nación, Argentina 22/08/2014.

(2) Miller, J.-A., “El inconsciente es político”, en Lacaniana N°1, Buenos Aires, EOL, 2003, pág. 16.