Tiempo de furias

TERCERA NOCHE PREPARATORIA RUMBO AL IX ENAPOL: ROPAJES DE LA CÓLERA EN EL LAZO SOCIAL EOL Sección  La Plata, 17 de julio de 2019

 

Esteban Rodríguez Alzueta

 

 

Odio, indignación y cólera. Una palabra lleva a la otra como en un juego de espejos. Podría haber puesto otras en su lugar, por ejemplo, el resentimiento, la estigmatización y la ira; o bien al rencor, la irritación y la represalia, palabras estas últimas que, dicho sea de paso, son las que escogió Esquilo en Las Euménides para explorar la cólera de las furias. Son más o menos las mismas que elegí también para vertebrar el libro Vecinocracia: vecinitas, hostis y tumultus, es decir, la irreflexividad apasionada, la degradación moral y la difamación expulsiva. Detrás de cada una de estas categorías se perfila una figura arquetípica, a saber: el idiota, la víctima y el vengador. Se trata de conceptos encadenados, eslabones de una misma serie, palabras que vienen en cadena, que producen una suerte de efecto dominó.

No es mi intención volver sobre aquellas palabras porque ya fueron objeto de rodeos en los encuentros anteriores. El desafío de hoy gira en torno a la ira. ¿Qué es la ira, de qué hablamos cuando hablamos de ira? ¿Por qué la ira es una de las maneras justificadas que tienen los individuos y grupos de individuos para tramitar sus conflictos?

No estamos solos frente a semejante cuestión. La pregunta por la ira ha sido una pregunta recurrente. La ira es una palabra con historia, una reflexión que nos devuelve a la Grecia antigua. La encontramos también en la Biblia y en el Corán. Pero no sólo la religión le ha dedicado especial atención, también la filosofía y la literatura. Por eso la hallamos en las Medea de Esquilo y Eurípides; en la Ética Nicomaquea y la Retórica de Aristóteles; en los epicúreos como Séneca y Cicerón; en San Agustín; en las obras de Shakespeare; en Maquiavelo; la encontramos como una “pasión triste” en la Ética de Spinoza; en la Antropología pragmática de Kant aparece contada como el “cáncer de la razón”.

Tocqueville decía que cada época está poseída por una “pasión principal que logra atraer hacia ella y arrastrar en su curso todos los cimientos y todas las ideas.” Me pregunto, además, si la ira no será precisamente esa pasión atrápala-todo. ¿Acaso uno de los estados de ánimos prevalentes en las redes sociales no es la furia? ¿No elegimos mostrarnos furibundos en el espacio público cuando algo nos saca de quicio? ¿No forma parte de los repertorios de acción colectiva e individual? ¿Acaso la indignación no es la disposición cívica recomendada frente a cada hecho que nos conmociona? Yo me indigno, tú te indignas, nosotros nos indignamos… Y el que no se indigna, será visto como alguien insensible, etiquetado como raro y, por añadidura, visto con la misma sospecha que despierta cualquier individuo apuntado como peligroso.

Me temo que la respuesta a semejantes preguntas es compleja y no hay tiempo para hacer todos los rodeos que ella necesita. Solo quiero presentarle cinco tesis que después podemos profundizar con el diálogo.

La primera  tesis que me interesa compartir con ustedes esta noche es la siguiente: La ira es una de las expresiones de la crisis del estado, una crisis de larga duración, que viene demorándose unas cuantas décadas. Hablo de una crisis política pero también judicial, una crisis para procesar las conflictividades sociales.

Parafraseando a Norbert Elias, digo que estamos asistiendo a una nueva transformación de la agresión. Si la transformación de la agresión que abordó Elias en El proceso de la civilización era el resultado de procesos de larga duración a través de los cuales el Estado fue expropiando paulatinamente determinados conflictos privados a medida que se centralizaba y burocratizaba, para luego imponer una solución con la capacidad de detener la violencia social, de pacificar la vida cotidiana e inspirar una nueva sensibilidad; la nueva transformación de la agresión que estamos postulando nosotros es el resultado de la incapacidad (¿o la imposibilidad?) del Estado para detener la violencia. El Estado está perdiendo protagonismo en la dirección de la violencia legítima. La violencia se ha desmonopolizado. Estamos ante un estado que aviva los conflictos y las violencias que disparan algunos de esos conflictos. Prueba de ello es el gatillo policial, pero también el pistolerismo, el sicariato, el auge de las autodefensas, los enfrentamientos entre jóvenes o vecinos a punta de pistola, los femicidios y los linchamientos. Estos fenómenos constituyen una manera de tramitar los conflictos sociales. La violencia se ha excentrado otra vez. Una violencia que no solo nos habla de la privatización de los conflictos sino de la tercerización de su regulación. El Estado no solo licencia a las policías para regular muchos conflictos que antes se tramitaban con la intervención de las agencias judiciales, sino que además alienta y participa a los propios individuos para que tomen riendas en el asunto y maten al ladrón o hieran de muerte al violador. Se sabe, si el Estado no juzga hay que hacer justicia por mano propia. Si no hay justicia hay escrache, si no hay gatillo policial habrá linchamiento vecinal. El estado empodera a las personas en las tareas de prevención y control, responsabilizándolos para que resuelvan los conflictos sin recurrir al estado.

 

Vinculada a la anterior, la segunda tesis que quiero presentarles es esta otra: hay una continuidad entre las violencias institucionales y las violencias sociales, entre el punitivismo de arriba y el punitivismo de abajo o, para decirlo provocativamente, entre la exclusión estatal y la exclusión social, entre el encarcelamiento masivo y los escraches de los movimientos sociales. La fuerza letal no es patrimonio de las policías, del mismo modo que los escraches se han difundido por toda la sociedad, son protagonizados por distintos actores individuales o grupales. No se trata, por supuesto, de violencias equiparables. Pero todas estas formas de violencia tienen algo en común: la exclusión, son modos de ejercer la inhospitabilidad. Formas de violencia que nos hablan de la incapacidad para alojar al otro. Aquella persona apuntada como enemigo, que fue degradada hasta ser identificada como un otro absoluto, es un individuo que ya no puede convivir entre nosotros; una persona despersonalizada, despojada de sus derechos y garantías jurídicas. Hay que eliminar a ese otro, echarlo de la casa, del trabajo, del barrio, bloquearlo de nuestras redes sociales, ese otro no puede seguir formando parte de nuestros círculos de amistad. Cuando la sociedad se organiza en función de las afinidades (de las pertenencias económicas, políticas y sobre todo culturales), los colectivos identitarios se reservan el derecho de admisión, deben  expulsar al próximo lejano. Las identidades, la política de las identidades, están hechas de indignación y violencias iracundas, necesitan expresarse a través de violencias  y retroalimentarse con esas violencias. Violencias simbólicas o físicas, violencias contra sus bienes o su integridad física. Violencias degradantes, que cuestionan la reputación y la honra. Violencias ejemplificadoras, puesto que el cuerpo de cada persona violentada se transforma en un bastidor para mandar mensajes al resto de los individuos que amenaza con correrse del lugar políticamente correcto.

Estas transformaciones de la agresión tienen varios costos para la comunidad y el Estado. No sólo disparan los conflictos privados sino que acentúa la desconfianza hacia los gobernantes de turno. Prueba de ello son las recurrentes crisis de representación con la que se miden los funcionarios. Crisis de confianza que van licuando los consensos políticos que luego se reconfiguran con la formación de otros consensos más frágiles pero prepotentes. Una crisis que no solo involucra a los actores políticos sino además a los operadores judiciales. Una crisis que buscan saldar o sortearse con la mediación del periodismo, con la formulación de una retórica sensacionalista que compone consensos difusos, químicos o afectivos.

Me explico: el asesinato de una mujer embarazada en una salidera bancaria es un acontecimiento que tiene la capacidad de no generar divisiones, de provocar acuerdos súbitos. Más allá de que uno sea macrista, peronista o trosquista, viva en un countrie o una villa, sea hincha de River o Boca, todas y todos nos vamos a sorprender repitiendo los mismos clisés: “¡Qué barbaridad!” “¡Cómo puede ser!” La víctima nos junta. El dolor de la víctima motoriza movimientos de indignación que activan las pasiones punitivas que surcan el imaginario social. El tratamiento ostentoso y emotivo del sufrimiento, la revictimización de la víctima, y las campañas de pánico moral que se tejen a su alrededor, tienden a producir unanimatos. No solo clausuran las discusiones, desautorizando el pluralismo político, sino que ponen a la política más acá de la política, disolviendo los debates en pos de medidas urgentes que van poniendo las cosas en lugares cada vez más difíciles de desactivar. Lejos de ponerle paños fríos a las situaciones problemáticas, exaspera a la víctima y junto a ellas enloquecen al resto de la opinión pública.

 

Tercera tesis: No hay cólera sin victimización. Ya no se hable de oprimidos sino de víctimas. Cada uno de nosotros es reconstruido como víctima, nombrado y hablado como víctima. La centralidad que tiene la víctima hoy día es complementaria a la crisis de los relatos modernos que organizaban la acción colectiva, consustancial a la crisis de los grandes sindicatos y partidos de masas. Los conflictos se han vuelto moleculares y particularizados y sus protagonistas recurren al lenguaje de la víctima para tomar la palabra y legitimarse en el espacio público. Definirse como víctima, dueña de un dolor evidente pero intraducible, aunque mensurable, es un modo de justificar su protagonismo personal. La víctima, el dispositivo-víctima, es un recurso para adquirir voz y protagonismo. Una voz apasionada y un protagonismo iracundo. Para poder protestar furiosamente es necesario haberse deconstruido y reconfigurado como víctima. Lo que ha conducido a una competencia con otras víctimas, una competencia para ver quién es más merecedora de ser vista como víctima. La víctima, entonces, junta y separa a la vez. Tiene un rol unificador y diversificador al mismo tiempo. Unifica, cuando establece al sufrimiento como la medida de las cosas. Y diversifica, porque no todos sufren de la misma manera. Hay sufrimientos que valen más que otros, que en determinado momentos valdrán más que otros, aportan más créditos. Porque cuando la víctima está en el vértice del iceberg, entonces, sus chances para hacer y decir cualquier cosa serán muy superiores al resto de las otras víctimas. Saben que no tienen que rendir cuentas a nadie, que sus ataques de ira serán comprensibles y disculpables, es decir, justificados por el dolor que la define. Sabe que sus actos de violencia no serán investigados judicialmente, ni reprochados políticamente. Al contrario, los políticos tenderán a hacer cola para defender a la víctima, y se van a colar en sus conferencias de prensa para compungirse e indignarse con ella.

De allí también que su rol unificador sea frágil pero también precario. Porque propone soluciones biográficas para problemas sistémicos. La víctima no mira para delante sino para atrás.  La víctima, entonces, secciona la política y la vuelve impotente. A través de la víctima, del reconocimiento del estatus de víctima, de la reparación de su dolor, el neoliberalismo encontró otra veta para fragmentar o desplazar el reclamo de las clases trabajadoras y precarias. La víctima con su correccionismo moral, introduce una serie de malentendidos al interior de los sectores subalternos que le quitarán capacidad de intervención.

 

Cuarta tesis: La justicia vecinal, es la expresión de esta transformación de la agresión, está hecha de ira. Los linchamientos y tentativas de linchamiento; la justicia por mano propia; los escraches en sus múltiples formas, sean los escraches en los domicilios de las personas, en las redes sociales o lugares de trabajo; las quemas intencionadas de viviendas y la deportación barrial de sus grupos familiares enteros; los saqueos colectivos de comercios; las tomas de comisarías y la lapidación de policías; la justicia mediática y los comentarios cloacales de los lectores a las noticias o los llamados de los oyentes que después son usados por los periodistas como separadores radiales y punto de apoyo de sus sermones diarios, son algunas de las formas que asume la justicia difamatoria, una justicia iracunda, doliente, ostentosa y emotiva, concreta y anti-intelectual, que no está hecha de reflexiones sino de pasiones, de paciencia sino de urgencias, de pruebas sino de creencias. Sus protagonistas son crédulos, se dejan guiar antes que por lo que piensan por lo que ven y sienten.

Detrás de estas formas de justicia vengativas se encuentra el resentimiento, el odio y la ira. Los protagonistas de la difamación son actores iracundos que renunciaron a la razón para derivar hacia la violencia; actores que se autopostulan como presos de fuerzas irascibles para luego derivar hacia la violencia sin culpa y responsabilidad.

Cuando la justicia entra en crisis, pierde la confianza de los ciudadanos y pierde también con ella la capacidad de detener la violencia. Una violencia que ahora se prolonga con la venganza privada. Una violencia que repone la difamación como modelo de justicia, como forma de tramitar las injusticias y hacer valer el dolor. La justicia difamatoria, hecha de ira, impulsada por el sufrimiento, alimentada de resentimiento y odio, es una justicia que tiende a escalar la violencia hacia los extremos. La era de la justicia intelectual y abstracta está siendo desplazada por una justica pasional y concreta.

 

Última tesis: Cuando no se puede hacer política se hará justicia. La ira entonces, se ha convertido en una manera de tramitar las injusticias en estas sociedades vertiginosas, donde la velocidad se confunde con el conocimiento. Una justicia difamatoria, urgente, concreta, ostentosa, emotiva e impotente. Una justicia hecha por los débiles.

Para ponerlo con un ejemplo: No es casual que la difamación haya proliferado en los cenáculos universitarios y en el mundillo de las militancias de izquierda. Cuando no se sabe cómo hacer política se hará justicia. Cuando las agrupaciones son impotentes en la política, encuentran en la justicia difamatoria una manera de llenar el tiempo, de completar su grilla de reuniones, de reemplazar la disputa electoral con la disputa cultural. A lo mejor no podrán ganar una elección pero se llevarán puesto a unos cuantos. En vez de ganar una elección salen a cazar al diferente, sea la persona que acosa a las compañeras, al profesor que armó una bibliografía sin cupo femenino, al que no usa lenguaje inclusivo, al facho. Una justicia que está hecha, por otro lado, de la misma superioridad moral que siempre se arrogó. Porque de la misma manera que antes era clasista y luego pobrerista, ahora es feminista. Hablamos de un purismo del yo militante: yo soy humanamente superior así que no necesito revisarme. Hablamos de militantes enclaustrados en un frasquito de formol, preservados de cualquier contaminación. Patrullas morales que se dedican a levantar la banderita de posición adelantada a todos aquellos que se corran de la línea correcta, del correccionismo moral de turno. Una militancia súper apasionada, que confundió la indignación con el compromiso, una militancia parapolicial, llena de furia, que se dedica a hacer justicia por boca propia. Por supuesto que estoy generalizando pero solo lo hago para ser gráfico y provocar, de modo que antes que nos salten a la yugular, les digo: al que no le calce el sayo que no se lo ponga. De más está decir que las militancias de izquierda no son un bloque unidimensional y tampoco el movimiento de derechos humanos o el movimiento feminista.

La ira, entonces, está ligada a la defensa agresiva del propio espacio físico o psíquico. Así, para evitar ser ventajeados, humillados, insultados o minusvalorados, nos ponemos irascibles. La ira compensa nuestra pérdida de poder y prestigio y apuntala la autoestima, para pasar al próximo movimiento.