¡QUÉ HISTORIA IDIOTA! Segunda Noche de Biblioteca. 11 de septiembre
Paula Tomassoni
El texto que comparto a continuación intenta organizar algunas ideas personales en torno a la comedia. Es un texto que se escribió para ser leído en un espacio compartido durante la Noche de la Biblioteca, el miércoles 11 de septiembre. Al igual que la comedia o la tragedia, es un texto pensado para ser intervenido por la voz, el gesto, el tono, no en términos de actuación o labor escénica pero sí de lectura compartida, en la que cobran valor tanto las palabras como los silencios y el ritmo que imponen. Espero, no obstante, que les resulte interesante la lectura y deseo, sobre todo, que los/as transporte en parte al hermoso momento de aquel encuentro en el que palabra y escucha fue un todo indivisible.
Tengo autorización para iniciar estas palabras diciendo “no sé nada de Lacan”, “no sé nada del psicoanálisis” “mi único vínculo con el psicoanálisis es ser buena paciente”. Dicha esta verdad que me pesa aquí como yunque, mi propuesta es hacer un breve recorrido por algunas ideas en torno a la comedia. Les confieso que hubiera preferido que me invitaran a hablar de la tragedia. Me doy más con la tragedia, y es curioso: “me hiciste reír” es probablemente la segunda frase más popular entre las respuestas de mi whatsapp (la primera es “es para mañana: la fecha de entrega es mañana”); mi propia escritura se asocia con el humor (“Pare de leer solo para reírse” es el título de una extremadamente generosa reseña sobre mi literatura que hizo Daniel Divinsky). Tengo el humor como base de mi discurso y principio constructivo, pero nado con más comodidad en las turbias y sangrientas aguas del final desgraciado. De los trágicos clásicos mi preferido es Esquilo. Sófocles me parece el más cool, Eurípides el más pop, pero la letra de Esquilo me devela un ser oscuro, atormentado, hundido en un pozo de sombras. Y me encanta. Sé que mi amor por Esquilo no es casual y que hay en mi ADN cultural una predisposición a la conmiseración y la empatía por el dolor ajeno. Quedaría bien decir que fue forjada por Sófocles (Edipo Rey fue mi primera lectura de tragedia clásica en la escuela secundaria), pero la verdad es que creo que tiene más que ver con Andrea del Boca. Desde Celeste siempre Celeste hasta Perla Negra las vi todas, en orden. El tono de voz de del Boca entre el susurro y la lija finita, suspendido en el puro sufrir y duelar, me es más familiar que el de mi propia madre. De ahí a Esquilo degollando a Ifigenia hay un paso de ballet.
Pero hoy me toca hablar de la otra, la segundona, la hija escondida, la desprestigiada. Me toca hablar de la comedia. ¿Y qué puedo decir yo de la comedia?
Les escuché atentamente hablar del goce. No he pensado ningún aporte teórico acerca del goce, solo se me ocurre que si tuviera que buscar un paradigma de referencia me fijaría si en el índice figura Cabernet Franc.
En fin, si alguna vez no saben por dónde empezar, empiecen por el principio: Aristóteles, La Poética, S.IV AC:
“La poesía pronto se dividió en dos clases según la diferencia de carácter en los poetas individuales; pues los más elevados entre ellos debían representar las acciones más nobles y los personajes más egregios; mientras que los de espíritu inferior representaban las acciones más viles”. (1)
Es una idea que me suena, en principio, sarmientina. Perdón, había que citar a Sarmiento hoy. Sugiere Sarmiento, como sabrán que, qué pena que a esta parte del mundo no la conquistó la cultura anglosajona. Es así como en lugar de ser una tierra próspera y civilizada somos esto que nos toca, fruto de haber recibido la influencia de (según Sarmiento) la peor Europa. La comedia, según Aristóteles, es la mal fundada, la barbarie de las artes escénicas. El arte a cargo de los peores poetas, que representa a los hombres peores de lo que son, que usa el verso yámbico en lugar del heroico. El yámbico, que se parece (lo dice Aristóteles, yo nunca podría) al habla común. La vulgar lengua, dirá, para levantarla del fango, Pier Paolo Pasolini.
El puntapié inicial para la charla de hoy es La Andriana, de Terencio. Junto con Plauto, Terencio fue uno de los principales exponentes de la comedia latina clásica. Herederos del ateniense Menandro de quien, se señala, Terencio habría copiado el argumento de esta obra. Algo, si no simpático, habitual en el género. El mismo Moliére tendrá, diez siglos después, uno de sus mayores éxitos con La ollita, una reescritura de La aulularia, de Plauto. Puede ser que hoy nos parezca Terencio un plagiador, pero traducía a Menandro del griego al latín y a mí ya por eso me parece talentosísimo. Cuenta una versión de la historia que murió en un naufragio, regresando a Roma con una veintena de libros de Menandro traducidos. La embarcación se hundió y no habrían sobrevivido ni él ni las obras. Esa historia me gusta más que la de La Andriana. Ya les expliqué mi inclinación por el desconsuelo.
Todas estas obras: Menandro, Terencio, Plauto, Moliere, reproducen fórmulas que devendrán en la modernidad en lo que conocemos como historia de enredos. Personajes cotidianos, escenarios urbanos, un problema sustentado en un malentendido que se resuelve con la aparición de un personaje que porta una información que el resto desconoce. Los personajes son caracteres cerrados, sin matices, que representan roles antes que personas.
De la comedia antigua prefiero, les confieso, la más antigua. Aristófanes. Comediógrafo griego que vivió entre la última mitad del siglo cuarto y principio del tercero antes de Cristo. Crítico, mordaz, político. Su obra Lisístrata puede leerse como un anticipo de la lucha feminista. El tema: la huelga de mujeres. Cansadas de parir hijos que morirían en la guerra, hartas del rol pasivo al que la sociedad las obliga, abandonan sus casas y se encierran en la Acrópolis. Piden la paz en un petitorio que incluye también otros requerimientos. Los hombres, poderosos y guerreros, deben comparecer ante Lisístrata a pedirle que indique a las mujeres que abandonen la huelga. Los hombres, poderosos y guerreros, lloran de dolor por la abstinencia sexual. Los actores que los encarnan ponen palos debajo de sus túnicas representando sus miembros dispuestos y necesitados. Lisístrata, como una heroína, se niega y resiste, pero algunas de sus compañeras caen en la seducción de sus maridos tan bien dispuestos para el placer, y se escapan a espaldas de su líder. Qué oportuna resulta entonces esa idea del Che Guevara de que para hacer la revolución hacen falta revolucionarios. Solo un bien de cambio tiene Lisístrata para ganar la contienda y no logra la unidad de su tropa. La paz la obtuvieron, eso sí, pero en el petitorio quedaron algunos puntos que hubieran venido bien a esas mujeres. Aristófanes se burla con sarcasmo de su mundo. En Las ranas se la toma contra Eurípides. En Las nubes, contra Sócrates. Es considerado como un artista conservador, negado al avance y a los cambios en el arte y en el pensamiento. Odia la retórica. Cree que a través de la retórica los jóvenes son seducidos y convencidos de ideas erróneas. A veces cuando pienso en el rol que tuvieron las redes sociales en las últimas elecciones pienso si no me estaré volviendo aristofánica. Las obras de Aristófanes no son universales, quiero decir, no son intercambiables. Su lectura no es sencilla porque es necesario reponer la cantidad de referencias que dan sentido al sarcasmo. Es un autor de su época, sin pelos en la lengua. Un atrevido. La comedia nueva, en cambio, sí es universal. Una obra de Menandro la puede tomar Terencio y escribirla en Roma. Y luego Moliere y escribirla en Francia. Y luego alguien escribirla en Estados Unidos y un productor argentino comprarla y llamar a Florencia Peña para hacer la versión vernácula.
Cuando pienso en la comedia de enredos, o de roles, o de puertas, viajo enseguida a la cocina de la casa de mi niñez. Creo que eran los martes. Una época fue Darío Vittori y otra Nora Cárpena y Guillermo Bredeston. A las diez de la noche, mis padres se iban a dormir y, con su consentimiento, yo me quedaba con mi abuelo y veíamos esas escenas teatrales televisadas, en livings de sofás de tres cuerpos apuntando la cámara, paredes empapeladas con flores, grandes cortinas que enmarcaban ventanales que no daban a ningún lado. La mucama con uniforme diciendo “la mesa está servida” y el hombre sirviendo un whisky de una botella de vidrio con tapón cuadrado que estaba en una mesita con ruedas. Un malentendido era el inicio de los enredos y su clarificación, que llegaba a eso de las veintidós y cincuenta, era el final. El hombre que creía ser engañado, la sobrina que llegaba y era confundida por otra persona, desarreglos de plata, falsas traiciones, una y otra y otra vez.
Vinculada al entretenimiento, la comedia tiene fama de género menor, de pasatiempo, de cosa liviana. Me parece una injusticia. Los roles y estereotipos también construyen un mundo, y si son universales habrá que ver qué dicen del mundo que representan. Pero la comedia no se agota en su forma.
“(…) recuerdo la primera vez que te reíste, y las ganas que me dieron de que se me ocurra un chiste. Cómo van a convencerme de que la magia no existe.” dice Wos en “Arrancármelo,” reuniendo en el mismo gesto la risa, la magia y el amor, y suena a una reivindicación tal vez a la reputación dudosa que ha tenido la risa en la historia del relato de historias. Pensar los temas de la comedia es también intentar responder a la pregunta ¿de qué nos reímos? Pienso una lista: del ridículo, del absurdo, de la exageración, de la ocurrencia, de la imitación paródica, del modo disruptivo del decir, de lo inesperado, del sarcasmo, de la mala suerte (ajena), de la torpeza, de la ingenuidad, de la estupidez.
El humor como principio constructivo de la comedia la desborda en la hibridez de los géneros. Ya no le es exclusivo y eso también invita a pensar de qué nos reímos, o mejor, por qué. Vuelvo a Aristófanes y traigo desde sus páginas el humor que inquieta, que perturba, que rompe el rol o el estereotipo. Me parece idéntico al humor de los memes que saldrán hoy después de la humillante y perversa sesión en diputados. Me río de bronca, me río por no llorar, me río o vuelo por los aires.
La comedia, creo, no es un género, es un gesto del arte. Una última escena de mi historia personal. Un velorio. La pérdida de un familiar querido. Yo estaba sentada, cosa que no suelo hacer, junto al cajón. Era verano. Alguien, también de mi familia, se levantó diciendo que iba a pedir un trapo de piso. “Está goteando”, explicó, sin preámbulos. Nuestro muerto chorreaba, se deshacía, se nos estaba volcando en el piso. Yo estaba muy triste, pero me dieron ganas de reírme a carcajadas. De abrir las fauces y liberar esa risa que era como una roca atravesando el esófago, que era también un grito de espanto ante lo ridículo, ante el dolor y la premonición. Ahí, en síntesis, en ese espejo de la humanidad que es una muerte grotesca, en ese destino fétido que sostenemos como especie, en esa piedra dura en la garganta que no deja pasar el aire, ahí, en el principio y el fin de lo que somos, creo yo que está, la más de las veces, la comedia.
Notas
(1) Aristóteles: Poética, editorial Leviatan, Buenos Aires, 1985, pág 28.